Relato: Procrastinación
La vida de Onofre era de lo más común. Tuvo una infancia feliz. Se sacó una carrera universitaria. Conoció a una mujer y se casó con ella por la Iglesia, como Dios manda. Tuvo hijos, varios hijos, tantos que no los llamaba por su nombre sino por su ordinal: el primero, el segundo, la tercera, y así sucesivamente. Encontró trabajo, uno de los que te pagan a final de mes si pasas ocho horas al día calentando el asiento. No ascendía pero tampoco se quejaba, la paga era buena. Se compró un coche. Se compró una casa porque era lo que tocaba. No tenía aficiones ni distracciones. Su día a día se basaba en existir. Ni siquiera era asiduo a usar redes sociales. De vez en cuando, escribía algo solo para que sus amigos, a los que llevaba décadas sin ver, supiesen que seguía vivo. A veces, incluso, se sentía tentado a publicar un escueto “todavía respiro”. Uno no sabría, cuando le preguntase a Onofre si era feliz, si este le respondería con una rotunda afirmación o bien encogería los hombros.
- ¿Qué vas a hacer este fin de semana, Onofre?
Raúl, un compañero de la oficina, se había acercado a su mesa y permanecía, como cada vez que quería darle conversación, apoyado en su monitor con el décimo café del día en su otra mano. Onofre era bueno escuchando, no tenía otra cosa que hacer. Al fin y al cabo, si habría la boca seguro que terminaría por decir alguna chorrada. Onofre era el único que no se atrevía a pedirle a Raúl que no le interrumpiese, que le dejase tranquilo como hacía el resto de sus compañeros.
- Mi mujer y yo nos vamos esta tarde a Malasia. A Malasia. ¿Te lo puedes creer? Vamos a dejar los niños con los tíos y nos vamos de fin de semana a la otra parte del mundo. Recuerdo cuando hace cinco años atrás soñaba con ir a Amsterdam. Y, ahora, mírame, que me sé incluso las calles del barrio rojo de memoria.
Onofre simplemente asintió. Luego le respondió que no haría nada especial, seguramente lo de siempre. Raúl le dio una palmadita en la espalda y un trago al café, su descanso había acabado y regresaba a su asiento a seguir trabajando.
Onofre volvió a su pantalla, donde trataba de encajar diversas fórmulas matemáticas en un tablón de Excel. Recordó cuando empezó en aquel trabajo, aquello sí que era aventura. No pasaba día sin que aprendiese algo nuevo. Esos primeros informes contables, en los que cuadraba números con avidez. Hasta que llegó la rutina y arrasó con todo. Dejó de aprender y cada día era un calco del anterior. A veces no sabía ni en qué día de la semana estaba. Podía ser martes, podía ser viernes, era igual. Gugleó una fórmula de la aplicación que en ese momento no recordaba, llevándole a una página repleta de publicidad y con la información que necesitaba en un pequeño recuadro. Por error, acabó clicando sin querer en uno de los banners publicitarios. Era la primera vez que le pasaba. Como buen millenial, Onofre era experto en esquivar anuncios intrusivos de páginas webs y enlaces maliciosos. El clic le redirigió a una web de viajes, donde intermitentes letras blancas contrastan con fondos de colores.
“Viaja por El Tubo: todo el mundo al alcance de la mano”.
“Descubre el amanecer en el desierto de Australia y el atardecer canadiense en un mismo día”.
“Vietnam: la gastronomía de moda. Degusta sus especialidades hoy mismo”.
El Tubo estaba por todas partes. Ya cualquiera podía ir a cualquier parte del mundo en horas, en minutos. No recordaba cuándo fue la última vez que había salido de la ciudad, seguramente habrían pasado no ya años sino lustros. Movió el puntero del ratón hasta colocarlo sobre un botón enorme rotulado con el texto “VIAJA AHORA”. Pero no hizo clic. Si viajase, no solo querría probar el bosintang, plato típico de Corea del Sur, y volver a casa. Quería perderse, desaparecer. Y eso no lo iba a conseguir a través de El Tubo, donde sabía que quedaría un registro constante de sus viajes y todos sabrían dónde encontrarlo en segundos. Su mujer, sus hijos, su jefe, todos le encontrarían.
Día tras día, sus hábitos se invirtieron. Donde antes evitaba la publicidad ahora accedía a ella. Lo buscaba. Directamente, ponía la dirección web en su navegador y fantaseaba con la idea de estar en otro lugar, en otro país, alejado del mundo, que absolutamente nadie supiese dónde estaba.
Un día no fue a trabajar. Su mujer encontró una nota en su casa con un escueto: “Adiós” y, nada más leerla, llamó a la policía. Encontraron su coche en la costa, junto al embarcadero, y le buscaron bajo el agua creyendo que estaba en el fondo del mar. Onofre, simplemente, decidió dejar de existir.
Imagen del post cortesía de Senor Sosa